La globalización económica intensifica la destrucción ambiental planetaria y la contaminación por CO2 al multiplicar la extracción, los desechos y el movimiento de recursos ambientales dirigidos a la producción y al consumo. A más integración en la economía globalizada mayor desarraigo ecológico, cultural, y existencial de los pueblos colonizados y de las sociedades del Norte.
La actual crisis económica no es solo de mercado sino que es la crisis del anacrónico modelo de la segunda revolución industrial, que basado en una centralización de la electricidad, el automóvil y la cultura energética del petróleo, el gas y el carbón, desde hace décadas choca frontalmente contra los límites absolutos impuestos por las necesidades reproductivas de nuestra fundamental existencia física y ecosistémica. El decrecimiento y la relocalización de la economía material de forma que no privilegie el bienestar material destructor de la naturaleza es una respuesta obligada contra la amenaza global ecológica y climática. Sin embargo, llama la atención la masiva irresponsabilidad y la ceguera organizada presente en todo tipo de instituciones públicas y privadas, y en las mentalidades mayoritarias de nuestras sociedades modernizadas, empeñadas como están en alargar al máximo la prioridad del desarrollo y el mercado junto a los valores materiales de riqueza y bienestar, aunque ahora buscan nuevas justificaciones y legitimidades mediante las recetas y retóricas mágicas y autocontradictorias del "desarrollo sostenible".
Los habitantes del mundo desarrollado, tan solo 1/5 de la población mundial junto a las élites de las sociedades del Sur, malgastamos energía, aniquilamos los espacios bioproductivos del resto de especies y biodiversidad, y contaminamos con venenos el resto del planeta. Ante el rápido empeoramiento de la salud de la Tierra y de su atmósfera gaiana, estamos ante un desafío sin precedentes históricos conocidos puesto que la supervivencia colectiva está en juego a causa de nuestros humanos hábitos de abundancia y derroche, de nuestros errores de comprensión, de nuestra ciencia y tecnología autolesionante y sin orientación ética, y de nuestras ilusiones endiosadas.
El drama del cambio climático es ya parte de nuestra existencia y futuro colectivo. Puesto que nadie puede defenderse individualmente y no existen soluciones solo locales, es urgente la acción colectiva coordinada, local y transnacional, y para ello no valen las respuestas sectoriales y desconectadas al uso: "dejádselo a los expertos"; "dejádselo a la gente"; dejádselo a la educación"; "dejádselo al mercado", "dejádselo a las leyes"; "dejádselo a los políticos"; "dejádselo al estado". Se trata de una situación de emergencia planetaria que afecta al conjunto de la humanidad, y ha de poder ocupar el centro y la prioridad en todos los ámbitos de acción, individuales y colectivos, públicos y privados. Por tanto, carece de sentido racional el intento de alargar por más tiempo las actuales pautas destructivas del desarrollo industrial, o el plantear algunos cambios de mejora ambiental, pero solo parciales, desconectados, y supeditados a la prioridad del mercado y la libre economía.
En las sociedades desarrolladas con liberales leyes igualitarias para mujeres y hombres, y a la vez centralmente organizadas bajo numerosas pautas sociales y culturales de discriminación y desigualdad sexual, las mujeres también participan activamente en la alegre fiesta destructiva del desarrollo a través de la producción, el consumo y los modos de vida. A la vez, ellas también son víctimas particulares puesto que sufren las amenazas y lesiones climáticas y ecológicas de forma singular en función de las posiciones sociales que ocupan y las actividades que desarrollan, y que a su vez reproducen y son consecuencia de numerosas formas de desigualdad y diferenciación sexual.
Las mujeres constituyen el mayor porcentaje de las personas más pobres del mundo, con menos recursos y libertades, y por ello también son las más afectadas y en peligro. Las mujeres más pobres en países del Sur pierden el sustento básico de ellas y de sus familias cuando desaparecen los recursos ambientales locales de los que extraen los medios cotidianos de vida, como son el agua, la leña, el forraje, o el alimento, y se convierten así en primeras víctimas y refugiadas ambientales. La pérdida y degradación de los ecosistemas y la biodiversidad local que es la fuente de recursos para la subsistencia familiar y comunitaria amenaza directamente a las mujeres. Los riesgos climáticos son mayores con ellas al depender directamente de los recursos ambientales locales, y al ser además las responsables de familiares a su cuidado. Además, padecen la discriminación patriarcal de estar sometidas con frecuencia a costumbres y leyes discriminatorias que les deniegan los derechos otorgados a los hombres, lo que les dificulta más el acceso a ayudas económicas en créditos y servicios.
La dominación patriarcal y la industrialización moderna tienen una misma raíz imaginaria y simbólica, ya que ambas parten de una mentalidad con ideas dogmáticas y reduccionistas que dicotomiza y simplifica la complejidad de un mundo que en realidad es dinámico, interconectado y multidimensional. La opresión de la naturaleza y la opresión de las mujeres comparten un mismo modo cultural dualista de percibir la realidad, basado en el establecimiento de una artificial y rígida frontera entre el mundo humano y el mundo natural, y entre el feminizado mundo doméstico y el individualista mundo masculinizado de los espacios públicos de la economía, el empleo y la política. Las dominaciones de las mujeres y de la naturaleza parten del falso supuesto de superioridad y de desconexión respecto a la parte dominada: las mujeres y la naturaleza. Estos dualismos son fundantes en la historia cultural de occidente (mente-cuerpo, cultura-naturaleza, hombre-mujer, razón-emoción...), y hoy constituyen un delirio cultural que empuja a un callejón sin salida al mundo entero. La emancipación de las mujeres y la protección ambiental exigen romper con estas mentalidades modernas tan simplificadas y jerarquizantes, como peligrosas.
Este antropocentrismo y androcentrismo propio de la cultura occidental también se expresa en las cosmovisiones e ideologías políticas desarrolladas en la historia, como las del liberalismo y el socialismo, ya que ambas parten de la misma ilusión moderna sobre el progreso humano inacabable y ascendente, y del mundo viviente concebido como inerte, mecánico y sometido a los intereses humanos. Esta fe laica y sus utopías de salvación y felicidad colectiva para los seres humanos parte además de una faústica creencia cultural sobre nuestra capacidad de control y dominio de la parte declarada inferior y dominada: nuestra propia existencia física, el cosmos, la naturaleza, y el futuro. Se trata de un enraizado mito sobre la grandeza, las capacidades, y los poderes de los seres humanos, desarrollados mediante el uso de la razón, la ciencia, la técnica, la economía, el estado, y las leyes, y prioritariamente adjudicados a un selecto y minoritario club mundial de humanos, y especialmente a sus elites masculinas.
Las mujeres como la naturaleza
son productoras y cuidadoras de vida
Contrariamente a los valores entronados por la modernidad europea, las culturas femeninas alimentan las micro-relaciones prácticas orientadas bajo principios y valores muy diferentes: la compasión, el sacrificio por el otro próximo, el amor, el reconocimiento y cuidado del otro concreto y cercano. Se trata de ideas y saberes prácticos, principios morales, y métodos intuitivos de resolución de problemas cotidianos. Son pautas propias del modelo femenino de relacionarse con el mundo, y son producto de la socialización diferencial de las mujeres. Son más holísticas, más participativas, más integradoras y concretas, y más relacionadas con las necesidades físicas de la vida individual y grupal, y de su satisfacción y renovación diaria. Estas microculturas femeninas hoy pueden servir de obstáculo y de resistencia contra el individualismo posesivo propio de las esferas públicas de acción, y que a su vez es causa de la crisis ecológica y las amenazas climáticas.
Desde sus diferentes lugares sociales, las mujeres desarrollan prácticas alternativas a las formas de interacción impersonal y jerárquica propias de las organizaciones y la burocracia presente en el mercado, el trabajo, y las instituciones. Estos aprendizajes prácticos podrían tener un alto valor estratégico si se extendieran e incorporaran en las tareas de gobierno, en la economía y en la ciencia, sin abandonar su enfoque integrado y material, y manteniendo su orientación hacia la satisfacción de las necesidades primordiales. Sus disposiciones cognitivas, morales y sensitivas impulsan relaciones de solidaridad y de apoyo mutuo en los entornos próximos de interacción. No buscan ni la objetividad ni la universalidad sino que desde sus fines prácticos resuelven desde lo concreto el vivir diario y las necesidades humanas básicas como son la regeneración, la nutrición, la higiene, el cuidado, el afecto, la seguridad o la protección. Además, estas formas de creación y donación gozan de la virtud de ser accesibles tanto a mujeres como a hombres. Se trata de aprendizajes con percepción contextual depurada de categorías conceptuales objetivadas y abstractas, ya que surgen del conocimiento práctico que mezcla la razón y la emoción, el cuerpo y la mente, la naturaleza y el ser humano.
Las mujeres guardianas de la biodiversidad
en las economías rurales
Las economías de muchas comunidades del Tercer Mundo amenazadas por la alteración climática dependen directamente de los recursos biológicos locales y cercanos para asegurar su sustento y bienestar, y dependen del uso sostenible y de la conservación de los recursos biológicos y su diversidad. Pero contrariamente, el dominio del mercado desplaza las tecnologías basadas en la biodiversidad y la destruyen junto a los medios de subsistencia de mujeres, familias y poblaciones. En el paradigma basado en la biodiversidad, ser desarrollado es ser capaz de dejar espacio ecológico para otras especies, para otros seres humanos y para las generaciones futuras.
Cualquier estrategia de mejora de cosechas y alimentos debería apoyarse en el protagonismo, los conocimientos, y las habilidades de las mujeres, ya que en la mayoría de las culturas y grupos humanos ellas han sido las guardianas de la biodiversidad. Ellas la producen, reproducen, consumen y conservan en las prácticas, costumbres y saberes agrícolas, aunque esto se exprese bajo muy diferentes lenguajes y hábitos culturales en cada sociedad y momento histórico. Cuando se considera a la gente empobrecida del Tercer Mundo que obtienen sus medios de subsistencia directamente de la naturaleza cercana, se tiende erróneamente a verlos como destructores del medio natural, y no como lo que fundamentalmente son: productores y conservadores del mismo.
Las mujeres de la clase consumidora mundial
La crisis ecológica que padecemos también responde a un reparto desigual mundial del consumo de los limitados bienes naturales del planeta y de los riesgos ambientales esparcidos a escala mundial, y las mujeres participan de forma singular y específica en esta forma global de desigualdad y de reparto de los daños y peligros ambientales. Puesto que el consumo de los países del Norte industrializado no puede mantenerse ni extenderse al resto del mundo sin que la biosfera se colapse, son inevitables los cambios a favor del ahorro, la simplicidad, la reutilización, y la reparación. También los países más empobrecidos han de abandonar los estándares imitativos y librarse de la dependencia y colonización mental, emocional, cultural, y económica, y para ello se necesitan estrategias no emulativas de transdesarrollo autocentrado.
Una minoría de la población humana planetaria constituye la clase alta consumidora y destructora, ya que sobreconsume los limitados bienes ecológicos planetarios y genera unas condiciones globales de intensa y creciente injusticia ambiental. Esta clase alta consumidora tiene un tamaño de 1/5 de la población mundial, y corresponde a la mayoría de las personas en sociedades industrializadas y a las clases medias del resto del mundo, que comen proteínas animales, beben aguas embotelladas y refrescos, se desplazan en vehículos privados con motores de combustión, y producen muchas basuras y contaminación. La clase media consumidora, corresponde a las 3/5 partes de la población mundial, es vegetariana, come grano suficiente y saludable, se mueve en bicicleta o autobús, y genera pocos desechos. El resto de población mundial 1/5, no come suficiente ni tiene acceso al agua potable en condiciones, se mueve a pie o en lomos de animales, y no genera basuras.
En las sociedades de la abundancia de los países desarrollados del Norte, las mujeres participan de manera diferenciada y singular en la clase alta consumidora y en la espiral del daño ecológico que fomentan. A más integradas en la producción, el consumo, y en los modos de vida opulentos, más huella de destrucción socioambiental generan. En general, los mayores consumos de recursos ambientales vienen de la mano de los grupos con más ingresos económicos, más urbanos, con mayores niveles educativos, y a su vez convertidos en modelo de referencia y aspiración para el resto, y esto afecta a mujeres y hombres. Las mujeres que ocupan las posiciones bajas de la estratificación socioeconómica y educativa no escapan al sobreconsumo destructivo de los bienes ambientales, ya que también participan activamente e irreflexivamente en la destrucción ecológica mediante su acceso al consumo. El mercado de consumo masivo oferta grandes series de productos industriales empaquetados, baratos, y estandarizados, y que con la globalización de la economía a menudo vienen de lugares muy remotos, incorporando en su producción, distribución y venta, una larga y oculta historia de contaminación y lesiones ambientales.
Además, numerosos parámetros económicos y culturales orientados por pautas sexistas de valor están también presentes en los mandatos publicitarios de productos y de marcas dirigidas específicamente a las mujeres. Este consumo feminizado incita a las mujeres a realizar compulsivas compras específicas sobre numerosos y variados productos: cosméticos, ropa, higiene, electrodomésticos, comida, salud, y todo bajo la inacabable y renovada espiral derrochadora del "usar y tirar", ignorando con ello el daño ecológico y las emisiones contaminantes de carbono. Las mujeres se integran diferencialmente como consumidoras individuales en los mercados económicos de productos, discursos, y publicidad, y dirigidos específicamente a ellas con la intención de movilizar y dirigir sus deseos y compras hacia el negocio privado y los mercados mundializados.
Pero las mujeres de la clase alta consumidora a escala mundial, también participan como víctimas ambientales ante infinidad de sustancias biocidas que sin control se expanden y acumulan sinérgicamente en sus cuerpos y en los ambientes cotidianos en los que están. Numerosos productos que las enferman, constituyen además una herencia tóxica que trasmiten y reproducen generacionalmente en sus hijos e hijas. Este nuevo ejército mortífero de sustancias fruto de la tecnoindustria están presentes en los alimentos, los materiales, los objetos y los artefactos con los que se relacionan, en la vida doméstica y en las esferas públicas del trabajo, y son parte cotidiana de los ambientes domésticos, laborales y urbanos cada vez más artificializados y peligrosos.
A partir de la patriarcal separación de las esferas domésticas y públicas de relación pública presente en nuestras sociedades, y desde los roles domésticos tradicionales adjudicados a las mujeres, muy a menudo son ellas mismas las que gestionan las pautas prácticas de compra ordinaria y cotidiana de las economías familiares, y con ello a la vez reproducen activamente y sin apenas información y conciencia un consumo tóxico familiar. Esta posición de cierta autonomía sobre la administración del consumo familiar, también las coloca en una situación de empoderamiento y de potencial capacidad de decisión que hipotéticamente puede favorecer la conjunción entre las resistencias tradicionales y las ecológicas contra las invasiones tóxico-domésticas destructoras del mundo viviente. Las culturas tradicionales femeninas albergan valores opuestos al individualismo posesivo al poner en práctica la satisfacción de necesidades materiales y afectivas básicas desde valores y éticas de cuidado hacia el otro próximo, y por ello están más cerca de las necesidades de protección de los sistemas vivientes a los que la humanidad pertenece.
Muchas mujeres innovan e inventan soluciones prácticas enraizadas en sus aprendizajes culturales femeninos, y así establecen con su hábitos, y sin saberlo, nuevas pautas virtuosas de relación menos destructivas con los bienes ecológicos. Muchas mujeres se resisten a los alimentos industriales, envasados o congelados, porque prefieren la comida cocinada a fuego lento y con productos naturales, locales, y estacionales, que a su vez compran a diario en el pequeño comercio cercano o en el mercado del barrio, y con ello frenan la extensión de las nuevas pautas de compra semanal y motorizada en las grandes superficies; en el medio urbano muchas mujeres alimentan espirales virtuosas cuando se desplazan a pie o con transporte público, cuando sus trayectos son más cortos y cercanos, y cuando ocupan el espacio público sacándolo del anonimato y la anomia mediante el reconocimiento y el encuentro social, con ello además de ganar seguridad y vida social, se desplazan y reducen los coches particulares y los humos tóxicos del aire urbano. Estas pautas femeninas de relación, con menos contaminantes y con menos emisiones de carbono a la atmósfera, constituyen valiosos híbridos y semillas de innovación y resistencia que abundan en ciudades y pueblos.
Las opiniones generales acerca de las problemáticas ambientales se distribuyen de manera homogénea más allá de diferencias socioeconómicas y de sexos. Las mujeres de las sociedades industrializadas, no destacan en sus opiniones favorables a la protección y el cuidado ambiental, y participan en el amplio consenso sociocultural a favor del medioambiente y a favor disposiciones para actuar a favor de la protección ambiental. Los estudios de opinión realizados en sociedades occidentales muestran que una amplia mayoría alrededor del 60% y sin diferencias significativas de posición socioeconómica o de sexo, está preocupada y es favorable a las medidas de cuidado ambiental.
Lo singular de la construcción de estas opiniones a favor del medioambiente es su desconexión con de las opciones prácticas productivistas, son poco o nada coherentes en el terreno del compromiso y la acción práctica. Se da un conflicto y una radical separación entre los valores productivistas para la acción práctica, y los valores ambientalistas para los opiniones. Esta contradicción entre ideas y comportamientos es propia de la mentalidad pro-ambientalista mayoritaria, y no corresponde a conflictos entre grupos diferentes, sino que es interna en cada persona individual. Este imperante doble sistema cultural y valorativo: estar a la vez a a favor del desarrollo y a favor del medio ambiente, favorece unas percepciones sociales construidas con una singular característica esquizoide de división y contradicción interna: la prioridad dada a las creencias y los valores ambientalistas, y el comportamiento práctico guiado por los valores productivistas a favor del desarrollo. Mujeres y los hombres participan de este incoherente y frágil ambientalismo práctico propio de nuestra época.
Las investigaciones empíricas no detectan diferencias sustanciales entre hombres y mujeres en sus comportamientos prácticos declarados hacia el medio ambiente, salvo en que tienden a concretarse de forma desigual, los hombres más en esferas de relación pública y las mujeres en las esferas domésticas. Puesto que se requieren cambios a favor del compromiso ambiental en todos los campos de acción, tanto en los espacios públicos y como en los privados, la rígida y patriarcal frontera entre lo público y lo privado constituye un obstáculo al avance de la sostenibilidad. Cambiar la esfera pública o cambiar la vida privada constituye una falsa elección, ya que ni una ni otra de las alternativas por separado son posibles ante la crisis ecológica global y el calentamiento climático.
Ecologizar y feminizar el mundo
Una posible metamorfosis social fundada en las restricciones ecológicas y en el cuidado reparador hacia los otros seres humanos y no humanos en todos los contextos inmediatos de interacción constituye una tarea urgente y prioritaria. La deseable opción del transdesarrollo exigirá el decrecimiento y la relocalización material de la economía desde unos valores y prácticas antagónicas a la arrogancia individualista y mecanicista, desencarnada y negadora de nuestros vínculos medioambientales, y a menudo practicada contra las mujeres, la naturaleza, y los países del Sur.
Serán necesarios importantes cambios estructurales de todo tipo y en todos los órdenes sociales en las sociedades sobreconsumidoras del Norte a favor de una tecnología y economía supeditada a los límites y la renovación ambiental. Las economías globales y locales han de someterse a los estrictos condicionantes de la biosfera internalizando y frenando las externalidades y los daños ecológicos, que hoy se disparan irradiándolo todo a lo largo del ciclo económico (desde la montaña y extracción al residuo y el vertedero).
Las aspiraciones igualitarias de las mujeres pueden no limitarse a la conquista de derechos paritarios y a la competitiva igualdad de oportunidades en el reparto y acceso a los recursos de todo tipo, aceptando con ello los parámetros culturales y las instituciones masculinas de un desarrollo industrial que se mantiene a costa la creciente muerte del mundo viviente. Los ideales ilustrados de igualdad y de participación de las mujeres en las esferas públicas de la enseñanza, el empleo, el consumo, o la política, se problematizan y necesitan ser reconsiderados desde el reconocimiento de nuestra limitativa e inevitable condición ecológica.