La añoranza de una grandeza imperial perdida está haciendo estragos. La versión trumpista del nacional-populismo del “Make America great again” ha irrumpido mucho más bestialmente con los anhelos expansionistas de Putin en Ucrania: “Make Russia great again”. Este mismo idealismo reaccionario alimenta también a distintos movimientos de extrema derecha por todo el mundo. El orgullo nacional herido, los valores “tradicionales” y la xenofobia se utilizan cínicamente para disfrazar y negar una verdad tozuda muy incomoda que nos anuncia que ya no volverán los tiempos de una pureza de “unidad nacional” ni tampoco volverán las economías pujantes de la abundancia de lo “bueno, bonito y barato”.
Esta “nostalgia tóxica”, tal y como la llama Naomi Klein, no solo busca una erosión de los derechos individuales con medidas estatales excluyentes y represivas. La nostalgia tóxica se fortalece demagógicamente por la creciente escasez y la carestía de unos recursos materiales claves. Esta negación populista reaccionaria explota políticamente la subida de precios de la energía, los alimentos y los minerales esenciales al achacarlo todo al estado de bienestar, al igualitarismo y al multiculturalismo. A la vez rechaza los claros avisos de los límites físico-naturales infranqueables del caos climático y el declive ecológico, unos límites ambientales que precisamente han sido visibilizados aún más por los impactos en las cadenas de suministros, empeorados por la terrible conflagración bélica en Ucrania. Esta derecha negacionista intenta aprovechar la inflación de precios de bienes básicos y el incipiente desabastecimiento para desandar los modestos frenos ambientales instituidos y los tímidos avances energéticos renovables existentes en nuestras políticas estatales y europeas.
Está condenada al fracaso esta nostalgia tóxica que se asienta en un nacionalismo excluyente como reacción ante los riesgos de caída de rentas para algunos sectores amenazados en el contexto de un imparable descenso energético. El imperio del crecimiento material que reivindica resulta cada vez más inviable en una tarta económica global menguante, carísima y materialmente deteriorada. En contraste, en nuestra reciente historia tanto la pandemia como la actual guerra de Ucrania han mostrado la extrema fragilidad de unas estructuras económicas globales que dependen del coctel explosivo de mercados financieros globales volátiles, un inacabable extractivismo insostenible y un sobreconsumo desbocado en un planeta materialmente finito y esquilmado.
Por desgracia, la nostalgia irrealizable de volver a la “normalidad” del crecimiento económico y comercio global de ataño no solo se ubica en la extrema derecha. La gran mayoría de nuestra clase política democrática, tanto de la izquierda como de la derecha, comparte una nostalgia que rechaza los cambios estructurales imprescindibles para aterrizar más humildemente dentro los límites biofísicos restrictivos con unas economías mucho más locales y redimensionadas. Un mínimo realismo exigiría que nuestros responsables públicos dijeran la verdad, que admitieran públicamente que ya no hay una vuelta atrás y que estamos condenados a unos cambios austeros, justos y verdes en toda la economia, como en la agricultura, el transporte y la industria. Mejor abandonar las controversias numantinas en defensa de los actuales sobreconsumos materialmente imposibles que están empeorando las desigualdades, los enfrentamientos militares y el colapso ecológico. Más que nunca necesitamos un estiramiento de la honestidad para cambiar el frustrante ADN crecentista y fósil que domina en el campo político, sembrando fracasos anunciados que alimentan a la extrema derecha de la nostalgia tóxica.
Frente a la nostalgia del expansionismo tanto territorial como material y sus "grandezas" infraestructurales, urbanísticas, turísticas y tecnológicas, puede erigirse un realismo más humilde, con los pies en la tierra, que anteponga los cuidados solidarios de los delicados bienes comunes biológicos y sociales que resultan esenciales para la humanidad y el futuro vivo del planeta.
DAVID HAMMERSTEIN