Conviene hacer algo de memoria sobre estas abyectas tradiciones. La crueldad extrema ha sido aceptada en la mayoría de la historia humana, formas atroces de tortura de seres humanos y animales han sido rutinarias. Solo hace menos de un siglo que la tortura comenzó a parecernos una práctica repugnante e intolerable. En los anfiteatros de la Roma antigua, gladiadores y animales salvajes se despedazaban mutuamente para el regocijo de una plebe complacida. La quema de herejes y las ejecuciones públicas eran un espectáculo aplaudido por las masas. La tortura era parte legítima de un sistema penal que buscaba que la agonía del condenado fuera lo más prolongada posible, descoyuntar miembros, despellejar o quemar viva a la víctima eran habituales. En Madrid se celebraron ejecuciones públicas hasta que en 1890 fueron abolidas con gran decepción popular. También la tortura de osos, toros, gatos, perros y otros animales, ha tenido un público apasionado. Para el transporte y el trabajo se daba un trato inmisericorde a burros, mulos y caballos. El poder político se asentaba en la represión y los castigos corporales, con justificaciones basadas en la costumbre, la religión o el poder dinástico. La misma esclavitud no es cuestionada hasta el siglo XVIII.
Desde el siglo IV hasta el XVII poca o nula atención se prestaron a los animales y el trato humano que sufrían. En la España del XVII los nobles aburridos cazaban y se entretenían alanceando a los toros a caballo mientras el pueblo los torturaba a pie. En el Alcázar de Madrid se lanceraba y acribillaba a los toros hasta que desesperados se lanzaban a un precipicio en el que caían destrozándose los miembros y haciendo saltar sus vísceras por el aire, con gran regocijo de una corte que miraba y aplaudía. Esta costumbre del despeño de toros que se desnucaban y rompían en pedazos se extendió a otros sitios. La actual fiesta de la tauromaquia es una variante de la misma.
Los espectáculos de tortura de animales eran comunes en la Europa medieval. Un relativo aprendizaje intelectual y moral ha favorecido el reconocimiento de las necesidades y las capacidades sintientes de "las bestias", convirtiendo a los animales en preocupación ética y objeto de protección legal. Desde el siglo XVIII el pensamiento ilustrado de la razón y la libertad inició una reacción contra estas crueles y degradantes diversiones haciendo defensa de la consideración moral del trato humano que reciben los animales. Estas nuevas ideas fueron expandiéndose y emergieron las primeras organizaciones cívicas para la prevención de la crueldad hacia los animales. A fines del XIX muchos espectáculos de tortura pública de animales comenzaron a ser prohibidos en la mayoría de países. Pero la España negra de inquisidores y toreros caricaturizada por Goya perdió el tren de la Ilustración y se impuso el absolutismo y el "vivan las cadenas". Fernando VII, además de represor de las libertades liberales fue instaurador de las escuelas taurinas. En esta época cuajó la corrida de toros actual, surgida de la variedad plebeya de a pie de la tradicional tortura de toros. A finales del XIX progresistas y republicanos solicitaron a las Cortes la suspensión de las corridas de toros por considerarlas un espectáculo bárbaro e indigno, propio de analfabetos y no de un pueblo civilizado. A principios del XX el público acudía a las plazas sediento de sangre y violencia, la bravura de las reses se valoraba por el número de caballos destripados. Durante la dictadura de Franco las corridas de toros fueron exaltadas como "fiesta nacional" y el mismo caudillo presidía muchas en Madrid. Después, con la democracia modernizante y los gobiernos de turno de socialistas y conservadores la clase política ha reavivado no solo el cutrerío taurino oficial sino incluso las tradiciones locales más embrutecedoras.
Nuestra condición de animales sociales y nuestro vivir juntos incorpora el interrogante moral sobre el trato que damos a los demás humanos, animales, seres vivos, ecosistemas y cosas, y sobre las consecuencias correctas y buenas en los otros. No todas las tradiciones valen si ponen en práctica los aspectos más siniestros de la humanidad y anestesian nuestros instintos y sentimientos morales más solidarios: la empatía emocional y cognitiva, la compasión y socorro ante el sufrimiento y dolor de seres indefensos, sean humanos o animales no humanos.
No hay razón de peso ni virtud alguna en reavivar cada año unas fiestas ancladas en buenas dosis de sufrimiento y tortura animal. El que existan otros horrores en el mundo no elimina el sentimiento moral de malestar visceral ante la crueldad infringida a animales inocentes e indefensos. Un mal no desaparece ni se puede disimular o legitimar recordando que también existen otros males similares o peores. No es justificable la "fiesta nacional" aludiendo a otras formas peores de maltrato, como la de las granjas ganaderas de producción de carne para alimento humano. No es cierto que los toros no sienten dolor ya que tienen como nosotros un cerebro límbico sede de las emociones. Como mamíferos que son, los toros tienen una compleja experiencia subjetiva y una individualidad propia, con necesidades e intereses, como son los de vivir tranquilos en condiciones de bienestar, dignidad y respeto, acordes con las necesidades de su especie y la singularidad de cada individuo. Tampoco vale el cinismo político de gobernantes y autoridades cuando al tiempo que hacen defensa de los derechos de los animales permiten o subvencionan las horrendas diversiones con los toros dejándolas en manos de embrutecidas peñas taurinas o de "referendums populares".
A pesar de que las programaciones de TVE intentan dar carta de normalidad y de aceptación social de los matadores de toros y los espectáculos taurinos, las encuestas sociológicas evidencian que la mayoría ciudadana es bien contraria a las corridas y a las diversiones populares con maltrato de animales. Desde hace décadas crecen en suelo español los sentimientos de repugnancia y rechazo contra la infame tauromaquia, que a su vez empujan el avance de la moral y los derechos en nuestras sociedades. Reivindicar con fuerza los derechos de los animales, como hoy lo hace la variopinta y sonora ciudadanía animalista, es desbloquear la represión de nuestras tendencias instintivas y sentimientos morales de solidaridad, empatía y compasión, es ampliar el circulo de lo colectivo y de la moral, es fomentar sociedades y gobiernos más buenos y justos.