Una importante laguna de la magnífica encíclica ecologista del Papa "Laudato Si" sobre el reto civilizatorio del cambio climático es mantener su tradicional posición contra el control de la natalidad y la falta de análisis sobre la relación existente entre la explosión demográfica humana y la crisis ecológica global en la que estamos inmersos.
La actual expansión demográfica constituye una enfermedad planetaria grave. En ciertos aspectos los seres humanos se comportan como un organismo patógeno, como células de un tumor o neoplasma que se expanden invadiendo y eliminando a su paso espacios naturales, especies y trama de vida diversa. La población humana ha crecido mucho y al tiempo también lo han hecho las molestias causadas a la biosfera. La especie humana es muy numerosa en la actualidad y sigue creciendo en número, las cifras de cerca de 8.000 millones de humanos en un planeta cerrado en materiales constituye una buena causa de la desolación que padece la Tierra y es toda una pesadilla para los mecanismos biológicos autoreguladores del planeta. La sobrecarga humana hace menos habitable la Tierra y acorta drásticamente nuestras oportunidades de futuro y las del resto de la biodiversidad, incrementando las tendencias autodestructivas que a su vez acarrearán la consecuencia de cortar en seco la expansión demográfica.
La condición humana en el planeta es la de una plaga. La evolución biológica de una plaga solo puede tener cuatro escenarios posibles: la destrucción de los organismos invasores, en este caso los humanos; la infección crónica; las destrucción del huesped o de biosfera; y la relación de simbiosis y beneficio mutuo, complementario y duradero entre el huesped y el invasor. Ante estos posibles caminos de futuro, pensadores como el reconocido J. Lovelock, que contempla la Tierra como un sistema autoregulado que surge de la totalidad de los organismos que la componen, las rocas, los océanos y la atmósfera, estrechamente unidos creando un sistema que evoluciona, ha señalado que como la naturaleza es más vieja y más fuerte, el último escenario de simbiosis es el menos probable, y los escenarios más realistas son el primero y el tercero: el de la destrucción de los humanos y la biosfera de la Tierra. Aunque no podemos saber con certeza y precisión el avance y la escala destructiva puesta en marcha en un sistema complejo autoorganizador como es la Tierra, en el que es imposible predecir con exactitud ni siquiera el futuro más inmediato, lo más probable es que ya estén cambiando irreversiblemente muchas condiciones naturales de vida para buena parte de la humanidad y del restos de seres vivos.
Las conexiones causales entre el crecimiento demográfico y las destrucciones ecológicas no solo son ignoradas por los líderes católicos sino que también suele ser obviadas por las percepciones de las izquierdas de todo tinte y color. Cuando se trata de control de natalidad, la izquierda suelen llevar puestas las anteojeras del lenguaje exclusivo de los derechos individuales liberales en desconexión de los imperativos colectivos introducidos por las realidades biológicas y ecosistémicas que nos constituyen. La sensata opción por la supervivencia mediante el aprendizaje por antelación y el ejercicio del principio de precaución es una respuesta posible para afrontar el terrible dilema civilizatorio en el que estamos. Convenría tomar en consideración la necesaria reducción de la cantidad de gente y muchas de sus derrochadoras formas de consumo de recursos ambientales para hacer posible que el planeta, cada vez más frágil y esquilmado, pueda mantener sus ciclos regenerativos y satisfacer las necesidades humanas más básicas sin colapsarse. Esta oportunidad de futuro ha de implicar necesariamente cambios radicales en favor de un decrecimiento de la escala física de las sociedades humanas y sus economías, pero la ceguera "progresista", anclada como está en la religión tecno-optimista del crecimiento, está incapacitada para afrontar interrogantes prácticos tan centrales, como es el preguntarse si la carga demográfica en aumento tiene alguna relación destacable con las consecuencias de daños y destrucción ecológica colosal, acelerada y sin control.
Debería ser ya bastante claro que los metabolismos biogenerativos y la capacidad de carga humana de la biosfera decaen a medida que aumenta el número y la presión humana, se reducen, se deterioran y se extinguen los bienes y servicios ambientales del delicado tejido vital de la Tierra. Los recursos ambientales de todo tipo están menguando aceleradamente, en muchos territorios concretos y delimitados y en el conjunto del planeta cada vez más maltrecho. La presión humana sobre la Tierra está translimitada y este rebasamiento tiene su causa principal en una cantidad de población humana sobredimensionada y en aumento junto a las crecientes demandas de recursos materiales de la misma, a pesar de las fuertes desigualdades existentes en cuanto a la huella ambientalmente destructiva, lo que conduce en su conjunto al deterioro a menudo irreversible de sus fuentes y su productividad. Esta realidad amenaza gravemente las abundantes provisiones materiales necesarias para mantener nuestras actuales formas de sobredesarrollo y nuestros estilos de vida de sobreconsumo y derroche, en el presente y futuro inmediato, y para la mayoría de sus habitantes. Se trata de una problemática socioecológica que emerje por el creciente desajuste existente entre el aumento poblacional y el deterioro de los recursos ambientales disponibles.
Es más que evidente que con la actual población mundial de más de 7 mil millones de humanos (y sin plantear llegar a la locura de los 11 mil millones como hacen algunos expertos de la ONU!), es ya muy peligrosa la presión antropogénica sobre suelos fértiles, aguas, aire, ecosistemas, biodiversidad y clima, lo que crea unas condiciones cada vez más irreversibles y difíciles para hacer viable una habitabilidad humana mínimamente cómoda y dotada de bienestar para la mayoría. El crecimiento demográfico retroalimenta otras presiones que padece el descarrilamiento ecológico del planeta, como son el creciente consumo global de recursos ambientales escasos y no renovables, los estilos de vida derrochadores y las ignominiosas desigualdades en el consumo y reparto de recursos ambientales ente las sociedades pobres y las sociedades sobredesarrolladas del Norte. Como saldo global, pierde y se degrada más el planeta, y con ello también las sociedades humanas por la creciente pérdida de bienes y servicios ambientales de habitabilidad planetaria. Este temible desajuste entre gente y recursos ambientales acaba convirtiéndose en uno de los principales factores que desatan antagonismos sociales agudos, guerras, migraciones, miseria, enfermedad y desigualdad.
No parece lógico ni aconsejable desde una mínima moral práctica el anteponer los derechos individuales al control de la natalidad, algo que contribuye al avance del colapso ecológico colectivo en curso causado por el número y sobrepeso de nuestras demandas a un planeta exhausto. Mucho mejor sería la opción por el "decrecimiento relativamente próspero y consciente" de la escala física de nuestras sociedades humanas, reduciendo población y reduciendo también los demás factores de degradación ecológica, como son la tecnología, el consumo y las desigualdades. La valiosa opción por la supervivencia ecológica obliga a una imperiosa regulación y freno del crecimiento demográfico, algo que no debe ser desatendido en nombre de la defensa extrema de los derechos individuales y exclusivamente humanos. Pueden idearse formas de reducción demográfica no autoritarias y relativamente amables con los derechos individuales. Tampoco conviene seguir confiando en la hegeliana naturalización de la historia humana vista como etapas escalonadas a subir para eliminar así el problema demográfico evacuándolo en un futuro idealizado e incierto. Estos mitos liberales y socialdemócratas desplazan la responsabilidad demográfica a un futuro en el que finalmente se aliviaría el exceso de la carga humana en el planeta bajo la condición previa de haber alcanzado primero la fase de más "modernización y desarrollo", es decir, paradójicamente los mismos medicamentos que enferman por aumentar la presión extractivista y destructiva sobre la biosfera y reducir a su vez su bioproductividad y la capacidad de carga humana de la misma. Desde este futuro distópico se fantasea que la medicina de la modernización y el desarrollo será lo que hará posible la entrada masiva de las mujeres en el mundo laboral remunerado y con ello la reducción voluntaria y libre de las tasas de natalidad y el número de hijos.
A causa de la mala noticia del rápido avance del cambio climático y el deterioro acelerado de los ecosistemas que dan soporte a nuestras sociedades, es muy dudoso que tengamos suficiente tiempo por delante para comprobar los errores de la moderna religión del crecimiento sin límites físicos en su versión demográfica. Las injustas y sangrantes desigualdades en el reparto de recursos en el presente no han de servir de coartada para subestimar la trágica realidad neomalthusiana existente: el desajuste creciente entre los recursos ambientales finitos y cada vez más degradados y la expansión demográfica.
Mara Cabrejas y David Hammerstein